Aquel Cristo moreno de piel, mi Padre, el Padre de todos, que durante toda mi niñez me había marcado, por ser diferente a todos los demás, ese Cristo que consiguió que la palabra cáncer, dejara de condicionar mi vida con tan solo 16 años, con toda una vida por delante, con miles de sueños por cumplir, y con un tumor en la cavidad del cuarto eje de mi cabeza, justo
al lado de mi médula espinal.
Lo peor de todo esto fue, cuando ingresé en el hospital y todavía ajeno a lo que en realidad me ocurría, ese médico, se acercó a mi, me pregunto mi edad y seguidamente, me dijo sin piedad alguna, que tenía un tumor en una zona muy delicada de mi cuerpo. En ese momento se me cayó el mundo encima, pensé que porqué a mí, porqué a ese chico de 16 años que todavía le quedaba mucho por recorrer, mucho por vivir, mucho por aprender, ¿porqué Dios, me había elegido a mí para pasar por ese trago tan amargo o para superar aquella prueba tan difícil?.
Ese tumor me obligó a hacerme a la idea, de que mi vida ya núnca sería como hasta entonces, que me quedaría parapléjico para siempre, que el resto de mi vida, dependería de una silla de ruedas, que jamás podría volver a cargar en mi hombro, a ese Cristo que perdona, que ayuda, y que aprieta pero núnca ahoga.
Cuando cerré los ojos, para entrar en aquel quirófano, pensé que quizá podría ser la última vez que los cerrara pero aun así, intenté entrar con la seguridad de que mi Cristo entraría conmigo y núnca me dejaría solo, y ahí, justo en ese momento, firmé un pacto con Él, en el que le prometí, que si volvía a abrir mis ojos después de aquella operación, ese viernes santo volvería a Cieza.
Tras trece horas en un quirófano y veinticuatro horas de recuperación, volví a abrir mis ojos, y en ese momento, mi primer pensamiento, fue rogarle a aquel médico que me dejara ir a Cieza, que tenía que ir a cargar sobre mi hombro a aquel Cristo al que le había prometido que Viernes Vanto estaría con Él, junto a Él.
Debido a que mis defensas
estaban demasiado bajas, y que mi médico no me permitía viajar, tuve que pedir
el alta voluntaria, con todas las consecuencías que eso conllevaba, y con mis
dos sueros cogidos a mis dos perchas, volví a Cieza y,
entonces...
Aquel
Viernes Santo en la noche del año 2007, para asombro de mis familiares, de los
médicos que llevaban mi caso, gracias a él, a mi Cristo del Perdón, el tumor
desapareció, y a día de hoy, puedo decir firmemente, que a pesar de todo, nunca
me arrepentiré de haber vuelto aunque solo fue por una sola noche, a Cieza, por
su Semana Santa.
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